Conmemoración es el último estreno de la compañía Tryo Teatro Banda que aborda, desde la intimidad de las baratijas y cachureos del juglar Francisco Sánchez, la memoria colectiva de una herida que aún sangra de norte a sur en nuestro país. Esta historia autoficcionada dirigida por Sebastián Vila y en colaboración dramatúrgica con Luis Barrales, nos propone pensar los 50 años del Golpe desde una mirada diferente: irremediablemente intermediada.
El inicio es abrupto, sorpresivo. Simplemente el actor (Sánchez) entra a escena y da paso a las palabras. Desde el minuto uno se establece con ritmo dinámico y juguetón, como aquellos niños que nos están a punto de deleitar con una gracia que aprendieron no hace mucho de otro niño que, probablemente, jamás conoceremos. “La obra aún no ha comenzado”, nos dice, y se ríe como quien hace una travesura. Pareciera ser que, como pie forzado de la obra, la justificación de una no-obra anterior se manifiesta de forma tal que vemos, en vez de ella, tan solo lo que se pudo hacer. La reducción de financiamiento para la creación da como resultado la frugal puesta en escena de un actor y un músico (Simón Schriever) para la conmemoración de los 50 años por parte de la compañía: nada que ver con la idea original, en un principio, más bien multitudinaria. Entonces, sumido en la angustia por la temática de un hecho tan reciente en contraste con sus proyectos anteriores, la irrupción de Juan Radrigán en uno de sus sueños le ofrece una pista a seguir. “Adentro tuyo, le dice, hay algo que nadie ha contado todavía”.
La estructura dramática del relato, en este sentido, se articula a partir de ciertos descubrimientos que Sánchez realiza al ingresar en su bodega de los recuerdos: un espacio y tiempo materializado por cajas que contienen diversos objetos de la memoria del narrador (reales y ficcionados) y que enseña, a modo de bisagra, para bañarnos de aquellos paisajes nostálgicos. Nos muestra, por ejemplo, un cuadro costumbrista de su madre que representa un sector de la hacienda sureña adonde iban de vacaciones y, con él, instala todo el territorio de su infancia. Allí, entonces, conocemos al Chemené. Un personaje que por lo bajo nos suscita simpatía y una profunda comprensión de la identidad popular chilena, un niño campesino de padres desconocidos dedicado a la búsqueda empedernida de “entierros”. Un entierro, nos explica el chico, son tesoros que dejaron bajo tierra los patrones anteriores del fundo, y él también tiene una pista.
Ahora bien, como si esta misma obsesión del Chemené se hubiese prolongado hasta su patrón-amigo, Sánchez parece intuir un filamento del hilo de Ariadna en los múltiples cachureos familiares para, de algún modo, ya no solo cerrar la historia sino encontrar una salida. ¿Una salida de qué? Del hundimiento voluntario de quien no tuve nada que ver con el Golpe, es decir, de alguien que personalmente no sabe qué conmemora, en los recuerdos guardados de su familia. Un viejo televisor a color que proyecta el Festival de Viña, la reforma agraria de la tesis del exitoso padre-sociólogo, la vivencia en Estados Unidos de la madre-extranjera en la Guerra Fría, el piano de cola Bechstein del mejor amigo-artista del padre y dueño de la hacienda, una lámpara de aceite de los mineros del salitre, las peripecias de la editorial Quimantú, en fin, el desentierro de una verdadera trama que deja al descubierto un crimen: la consumación de Chile.
La confrontación, no obstante, de quienes representan el resto sin poder en la historia de nuestro país nos es indispensable para sacar la cabeza de este cúmulo de recuerdos. Sin ánimos de “spoilear”, pues esta obra esconde un secreto, la exégesis que podemos poner en relieve de los personajes de Chemené y Navarro nos podría ayudar a comprender este sentido último de la narración. Navarro era el empleado más antiguo del dueño de la hacienda, según el narrador un hombre esquivo y pésimo empleado, del cual nunca supo por qué no lo despidió. Por medio del registro epistolar de su padre y su amigo, Sánchez nos cuenta lo sucedido durante las rebeliones campesinas que se dieron en el último periodo de la Unidad Popular. Allí Navarro jugó un rol importante en la mantención del poder de la hacienda. Entonces Sánchez entra en cuenta de lo que realmente conmemora y decide viajar, pasado ya varios años, en busca del Chemené. No muy lejos de donde jugaban, su estructura de búsqueda ahora se veía reducida al cultivo de la tierra. Es, entonces, cuando le revela lo que encontró en los entierros: el verdadero secreto no estaba en su bodega, dentro, sino fuera, aún vivo.
Blasfemia VII
Ante la ausencia familiar de posicionamientos de izquierda o derecha, sin aparentes víctimas ni victimarios que lamentar, el ejercicio de recordar el Golpe de Estado, por parte del narrador, nos enseña un camino irremediablemente intermediado por ambos extremos. Su mirada nos devela, en realidad, que todos estamos atravesados por la dictadura. El secreto, pues, siempre estuvo allí, contenido en aquel territorio prohibido para la madurez. En este sentido, así como para el proyecto de la Unidad Popular el niño nuevo era indispensable para la proyección de un hombre nuevo, hoy se nos hace ineludible pensar en la recuperación y restauración de una memoria colectiva sin antes lograr un acercamiento íntimo con la propia historia. Acercarse, sin embargo, a aquel lugar del cual fuimos desterrados implica un desafío: verse una vez más en la oscuridad.
Según Deleuze y Guattari, el canturreo de un niño perdido en la noche (ritornelo) le sirve para librarse del miedo que le acecha en el seno del caos. Éste forma, de algún modo, una especie de centro estable y tranquilizador. Si desplazamos esta imagen a la del narrador que debe abandonar su hogar en busca del secreto-recuerdo, entonces comprenderemos que con aquel impulso existe un devenir-niño expuesto a la catástrofe de la memoria colectiva. Aquel miedo sería una carencia de sentido absoluto ante el dolor general de su país. Al desenterrar, sin embargo, los objetos del recuerdo –en especial las cartas de su padre- halla, sino un camino, ese canturreo. Éste, que no es más que la figura del padre, se manifiesta como una melodía de comprensión y, con ello, el poder contar lo que nadie ha contado todavía.
FICHA TÉCNICA: Dirección: Sebastián Vila | Codramaturgia: Luis Barrales | Dramaturgia, investigación e interpretación: Francisco Sánchez | Composición y música en vivo: Simón Schriever | Diseño integral: Pablo de la Fuente | Producción: Carolina González | Asist. Producción: Valentina López | Coproducción: GAM y Parque Cultural de Valparaíso.

Por: IGNACIO BARRALES-PARRA, Magister(c) en Artes, mención Teoria e Historia del Arte U. De Chile.
Claro, didâctico, de lectura gozosa. Una crítica necesaria. Gracias!