Entre traición y venganza la obra Negra, la enfermera del general, dirigida por Aliocha de la Sotta y escrita hace más de diez años por el dramaturgo Bosco Cayo, nos propone reflexionar acerca de la memoria de un pueblo fantasma que, aún a pesar del olvido, tiene deseos de cambio. Basada en la mujer responsable de la extradición de Pinochet en Londres, esta historia nos hace recordar la normalización de una impunidad que todavía acecha cada rincón de nuestro fracturado país.
La obra tiene un curso, de buenas a primeras, extraño. “Extraño” en su sentido etimológico, es decir, en cuanto corresponde a algo que nos es externo, foráneo, extra. Ante nosotros un punto de prensa donde una señora (interpretada por Roxana Naranjo), una dama ya madura de lentes grandes y pelo rizado, declara el estado de deterioro mental y corporal, de una demencia senil indefectible, que corroe al anciano, al pobre abuelito, Augusto Pinochet Ugarte. La mujer que más sabe, que más lo conoce, hace tales declaraciones con la tranquilidad de quien está cometiendo un acto heroico. Ella, dedicada a la salud por excelencia, es la enfermera que salvará a un monstruo del ajusticiamiento extranjero. Por ello, el diagnóstico que entrega no habla sobre una persona, sino de un país entero, a saber: Chile.
Una vez realizado el enunciado que dio como resultado la extradición del Dictador en Londres, la enfermera viaja de regreso a su pueblo natal, Potrerillos. Mientras viaja en el avión, el hombre (interpretado por Germán Pinilla) que va sentado a su lado la acosa de tal forma que la ambigüedad de una posible pesadilla comienza a abrirse de par en par ante nosotros: ¿quién es ese hombre? ¿Por qué sabe lo que sabe y qué busca realmente? La mano del hombre que se posa vigorosamente sobre la pierna de la mujer se manifiesta como el gesto que determinará su destino en aquel pueblo nortino: el horror irrepresentable de sus declaraciones. Se trata de un minero más, común y corriente, de camisa siempre sudada, chaqueta de cuero café, bajo el brazo una cerveza para ahogar las penas, con los ojos llenos de un deseo negro y llano.
Hasta aquí entonces la espacialidad del viaje para adentrarnos no solo en Potrerillos, sino dentro de la cabeza de aquella mujer que carga con algo que pareciera desconocer. El telón que dividía la sala se levanta y completa con su verdadera profundidad la puesta en escena en tinieblas del lugar que daría último reposo a su presencia sanitaria. La abundancia de recursos escénicos que posteriormente se nos hará efectiva es cubierta por una bruma densísima. Allí la espera otra mujer (interpretada por Verónica Medel) sentada con un paño de cocina que le cubre el rostro, como si fuese un niqab protector de la belleza que la embarga. Es la hermana menor de la enfermera y está encinta. Ella, ni más ni menos, es quien le da a conocer el mal augurio: el pueblo quiere venganza.
Al tiempo que la bruma cesa, aparece su contraparte: la tierra. Un montón de tierra acumulada y distribuida de tal manera que su perspectiva, mímesis de una colina desértica, nos invita a cruzar la frontera. Como si fuese una salida, la protagonista vive un affaire con el minero que conoció en el avión, al cual se resiste fallidamente; abre un centro médico en su hogar, al cual nadie ingresa; intenta reconciliarse con su padre, que solo refleja la ausencia del tirano. Sin opciones de fuga, zozobra cada vez más en esa pesadilla materializada que la acecha: llamas moribundas en el desierto, la silueta del General, su oscuro color de piel. En última instancia, busca una segunda traición, en septiembre, allí donde Chile florece. La cueca, los manteles de plástico y las empanadas de pino son provistas por el desierto: siempre estuvieron allí, bajo tierra, esperando ser desenterrados. Sin embargo, su frontera se hunde bajo la misma acumulación de tierra, haciendo inimaginable el cruce. Esto sucede una vez llegado el final de la obra, cuando tanto el minero como la hermana deciden abandonar aquel “topos maldito” y, con ello, aplacar su sed de venganza. La enfermera, sin tener adónde ir, es consumida por los cuervos.
Blasfemia VI
Para Arendt el mal solo es capaz de extenderse sobre una superficie, sin posibilidades de profundidad ni radicalismo, al igual que un micelio. En esto radica, propiamente tal, su banalidad. Como hemos dicho, una vez más la bruma es utilizada para hacer memoria al Golpe, no como el impedimento de un paisaje más allá, sino como el único paisaje existente allí donde el crimen ha quedado indemne. Ergo, la impunidad sigue a quienes le están en deuda hasta replegarse en aquellos cuerpos como una pesadilla. Es interesante ver cómo texto y escena dialogan en una especie de consenso entre un realismo crudo y un universo onírico que compensa aquella superficialidad sin atributos de quien justificó/salvó la encarnación del terror. Como si el infierno no encontrara correspondencia sino en los otros, la enfermera nos parece una víctima ante un pueblo que busca justicia por sus manos. La ley del talión, sin embargo, nos ofrece una última lectura. Si ella regresó a “servir”, entonces ese “servicio” fue todo lo contrario a su oficio de enfermera. Es decir, representó una sanidad de la muerte, pues toda ayuda que proporcionaba recordaba su mal. Carente de monstruosidad, concluye por ser una más del montón. Con la simple diferencia, eso sí, de ser irrefrenablemente odiada por ese mismo montón.
FICHA TÉCNICA: Dramaturgia: Bosco Cayo | Dirección: Aliocha De la Sotta | Elenco: Roxana Naranjo, Verónica Medel, Germán Pinilla | Diseño de iluminación y escenografía: Cristián Reyes | Diseño de utilería y vestuario: Catalina Devia | Diseño sonoro: Fernando Milagros | Producción: Carmina Infante | Realización de máscaras: Jocelyn Olguín | Asistente de diseño: Felipe Hernández | Realización escenografía: Amorescénico | Coproducción: GAM

Por: IGNACIO BARRALES-PARRA. Magister(c) en Artes, mención Teoria e Historia del Arte; U. De Chile.