Memoria es el tercer montaje de la compañía Teatro Anónimo, escrita y dirigida por Trinidad González, y estrenada en el Teatro La Memoria. La obra nos invita, a través de un lenguaje simbólico, a reflexionar sobre la vida, la muerte y la responsabilidad del propio camino. En una continuidad poética y onírica de la indagación escénica, el estreno se familiariza con sus obras anteriores, Carnaval y Espíritu, en donde la música, el humor, la poesía y las imágenes fragmentarias hallan lugar en una experiencia-collage posdramática.
Al ingresar al teatro una tenue neblina rodea el espacio escénico mientras, colgando desde el falso cielo negro, un diseño de luces que rememoran luciérnagas evocan un lugar distanciado del cotidiano, alejado del ruido y la fugacidad citadina, más cercano al mundo de los sueños. De pronto, entonces, un caballo en sus últimos días cruza el desierto en soledad. El intérprete, Citarella, desde la modificación de su propio cuerpo y con elementos mínimos de caracterización, nos enseña con gestos sutiles la condición del animal. Lleno de una curiosa intimidad, su trote moribundo da paso al recuerdo, es decir, vuelve a pasar por el corazón, desplazándonos de un baile andino protagonizado por el equino a una esquina donde una niña llora por el animal muerto.
De la secuencia de movimientos que trazan la frontera de la danza y la emoción, del diálogo posible entre un niño y un Peumo, y entre uno y otro fragmento la música en vivo compuesta por Tomás González, surge entonces de la imagen del caballo aquel padre recientemente fallecido. “Con la muerte de mi papá empezamos a pensar en qué pasa cuando alguien muere, los recuerdos, cómo se recuerda, dónde queda esa persona que se va. Nuestro próximo montaje tenía que ver con recordar. Y se juntó con los 50 años del golpe: qué recordamos como país, qué nos queda del país que fue, dónde se van las cosas que suceden”, indica la directora y dramaturga a un medio chileno.
En este sentido, la muerte es una constelación que atraviesa la obra para confundirse con la materialidad escénica y volverse, no alegoría, sino carne y hueso: la memoria singular duele, pues ella es la que nos permite recordar. Entonces, el hombre de un tiempo maduro se pregunta, inocentemente, por su cuerpo: ¿dónde está?, le dice a su hija y ella le responde: lo llevas puesto, papá. Así, en un flujo heracliteano destructor, el padre vuelve a ser un muchacho y sigue a su madre –antes su hija- hasta el patio, en donde canta un pajarito enredado en los hilos que lo unen todo. En la misma lógica nomádica, los y las intérpretes mudan de personaje a las veces que ejecutan la musicalidad de la obra, como si de un concierto de atmósferas oníricas se tratase, confundiendo el pasado con el presente y el olvido con el futuro. En el flujo de una confrontación con la muerte, luego el encuentro de un amigo imaginario y, finalmente, el abrigo de una niña con aires de poeta a lo “detective salvaje” bolañesco -cual Auxilio Lacouture-, somos testigos de un viaje de iniciación mesiánico, un rito de pasaje latinoamericano de muchachos hambrientos con sus abrigos negros y largos, hasta toparse con una sabia y milenaria montaña.
Con la imagen de una piedra blanca en medio del escenario y una vorágine de cuerpos danzando desordenadamente, la obra vuelve a su punto de partida: el caballo moribundo que atraviesa el desierto. Mediante la pantomima, Trinidad González intenta dibujarlo en su block de dibujos y guardar, como los fragmentos que hemos presenciado en su levantamiento escénico, el recuerdo de su silueta famélica. Enfrentar la muerte es un camino solitario, oímos escuchar, seguramente del caballo parlanchín, o de la retratista imaginaria, en un vector en donde las voces se confunden unas con otras hasta que la oscuridad se hace del escenario bajo las tenues luciérnagas.
Blasfemia IV
Con Lehmann sabemos que un teatro posdramático no trata de abolir el drama, sino descentralizar el predominio tradicional de la fábula para hacerla parte de su totalidad. Sin embargo, como aún nuestros ojos requieren de un sentido narrativo, la exigencia de ver un cierre incluso allí donde todo queda expuesto a la intemperie es inevitable. Nos replegamos a una interpretación denominada “libre” con tal de apreciar la experiencia en el cotidiano, una vez fuera de aquel espacio que recorta la historia. Por ello, las imágenes quedan impregnadas como sobre un paisaje que se repliega en sí mismo, envolvente, y nos narran cada una su propia versión.
El caballo desteje las costuras de una memoria fragmentada y aparece ante nosotros derrotado. En su regazo una montura da constancia del jinete ausente que, por lo demás, es signo de su domesticación: se aferra a ella como última esperanza de vida. Si pensamos en la conmemoración de los 50 años, lo que recordamos como país alguna vez esperanzado se solapa ante las circunstancias actuales, pero no así en su historia. La sola esperanza de seguir recordando nos queda entre las manos como un espejo trizado mientras la máxima nietzscheana de que morir no es desaparecer, sino retornar al origen, se presenta como amargo consuelo. En definitiva, en cuanto resultado del luto, el silencio nos permite imaginar aquello invisible del día a día en un inconsciente colectivo que olvida rápido. Del mismo modo, la persistencia del canto como ruptura del duelo ofrece domiciliarnos en el hogar alguna vez olvidado, abrir sus ventanas y apreciar un paisaje atosigado de lo que alguna vez fue y ya no está más.
FICHA ARTÍSTICA: Dramaturgia y dirección: Trinidad González. Elenco: Matteo Citarella, Nathalia Galgani, Tomás González, Trinidad González. Música original en escena: Tomás González. Diseño integral: Nicole Needham. Asistencia de dirección: Nathalia Galgani. Producción: Horacio Pérez. Comunicaciones y diseño gráfico: Fogata Cultura. Fotografías: Daniel Corvillón. Proyecto realizado con el auspicio de Fondart, convocatoria 2023

Por:IGNACIO BARRALES-PARRA. Magister(c) en Artes, mención Teoria e Historia del Arte. U de Chile.