REFLEXIONES DE RAÚL OSORIO SOBRE LA ESCRITURA TEATRAL

Las obras de Benjamín Galemiri generan polémicas y discusiones: o se

aceptan o se rechazan ; pero es difícil quedar indiferente ante un texto

salido de su pluma. Para orientarnos en la propuesta estética y narrativa

que nos propone Galemiri, reproducimos un ensayo que escribió Raúl

Osorio a propósito de la presentación del libro “Ensayos Críticos:

Galemiri”; de los autores Carola Oyarzún y Cristián Opazo, publicado por

Ediciones U.C. Para ello, el premiado director responde la siguiente

inquietud: ¿Cómo ha sido el desafío de trabajar desde la escena con la

escritura dramática de Benjamín Galemiri?" Pero también el director

esboza sus reflexiones, fruto de años, textos y montajes en el cual ha

participado, lo que lo ha posicionado como uno de los mejores directores

actualmente en ejercicio. He aquí el ensayo:

He dirigido solo dos obras de Galemiri: “Tartufo” en el Teatro Nacional Chileno y “El

Seductor” en el Centro Dramático Nacional d´Ivry, Paris, Francia, donde además

realizamos talleres en conjunto para el Thëâtre Quartier d¨Ivry. Además seleccioné

tres obras de Galemiri que fueron programadas en el TNCH: “Los Principios de la Fe”,

“Déjala Sangrar” y “El Avaro”. También hemos sido colegas-profesores en la Escuela de

Teatro de la Universidad Diego Portales.

Tengo la impresión que he venido conociendo con mayor propiedad sus textos,

gracias a los encuentros y conversaciones que han ocurrido más allá de las jornadas

de trabajo o de nuestros encuentros académicos.

Hay una lección que aprendí hace tiempo en el oficio de la dirección teatral y es que

las reglas de montaje que se pueden aplicar a un texto en particular no pueden ser

aplicadas de igual modo como regla general.

Las buenas escrituras –clásicas o modernas- tienden a presentar siempre nuevos

problemas escénicos y dificultades de sentido por resolver, que desafían la creatividad

sobre el escenario: hay que decir que estas obras oponen resistencia.

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Las obras de teatro –como toda creación de arte- tienen una naturaleza y una vida

particular que les son propias. Las obras de Galemiri no solo no escapan a esta norma

sino que además no se dejan atrapar con facilidad.

Son las del tipo de obras que oponen resistencia.

Son obras que necesitan ser observadas con detención. Con tiempo. Necesitan tiempo

para lograr ser descifradas. ¡Y Hay que descifrarlas! Lo que entrega el texto, a mi

parecer, es el paisaje superficial de lo que deberíamos lograr ver (digo superficial no

superfluo): creo entender que el texto que propone Galemiri para el proceso de

montaje es solo la piel de un organismo que esconde un secreto.

Son obras difíciles, complejas, que no entran en la visión de una perspectiva de

montaje que podríamos llamar “amable”. Los textos de Galemiri no son “amables”. De

ahí la tentación primera que surge al enfrentarnos a un texto de Galemiri de cortar,

adaptar, cambiar de lugar, en definitiva corregir con demasiada premura a partir de

las primeras impresiones.

Debo confesar que caí en esta tentación en mis primeros encuentros con textos de

Galemiri, pero felizmente me di cuenta, gracias a mi buen amigo y colega Adel Hakim,

que era un gran error. Descubrí que hay que aprender a darse el tiempo con las obras

de Galemiri.

En un principio hay que mirarlas de lejos. A la distancia. Como un cazador que entra

en la espesura de un bosque y acecha a su presa. Es decir: inmóvil. La táctica es que se

mueva la presa no el cazador.

En este caso son los textos de Galemiri los que se deben agitar por sí mismos sin que el

director intervenga y observar a esos pequeños animales que son las palabras saltar

de un lado a otro, perderse en la oscuridad del bosque de nuestra conciencia, y uno

permanecer quieto, atento para poder reconocerlas cuando retornen. Hay que

practicar el arte de mirar sin juicio y mucho menos con pre-juicios. Hay que dejar –a

las palabras- que se decanten para que se separen las diversas clases de moléculas de

este organismo llamado texto.

Algunas de ellas –las palabras- se van al fondo del vaso de nuestra conciencia y

tienden a desaparecer, se vuelven invisibles, pero hay que estar atento especialmente

a esas palabras: las que se vuelven invisibles –es una vieja y sabia lección que hay que

aprender como director- porque estas palabras –las invisibles- son las más peligrosas

y por lo tanto las más eficaces: Es la sub-partitura del texto que como un sonido de

tierra subterráneo nunca se hace presente, son palabras ni total ni parcialmente

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visibles, cobran presencia solo por resonancia. No es lo que Galemiri oculta, es lo que

Galemiri consciente o inconscientemente nos quiere develar desde lo profundo de su

narrativa.

Otras palabras quedan suspendidas, flotando en la mitad del vaso de nuestra

conciencia y otras logran ascender a la superficie, luminosas, expresivas, inteligentes,

ingeniosas, queriendo hacernos creer que esa es la verdadera realidad de la historia

que Galemiri nos quiere contar.

Pero, como ya sabemos, no hay que dejarse engañar.

Hay muchas cosas sin definir en esas primeras impresiones. Trazos, colores y texturas

de paisajes corporales, emocionales, sexuales, ideas entre-mescladas, concatenadas,

superpuestas, arbitrarios puntos de fuga, textos superpuestos, sentimientos

entrelazados y finalmente una poesía vibratoria que pertenece al orden de la

musicalidad y que construye una extraña coherencia y que finalmente –yo agregaría y

felizmente-no logramos traducir del todo.

Y tenemos que aceptarlo. Las obras que nos hablan de mundos y de vidas que nos

pertenecen por herencia o por experiencia y justamente por ser tan reconocibles y ser

tan cercanas a nosotros, contienen un lado oscuro, una presencia invisible a veces

indescifrable.

Tal cual opina Nicanor Parra.

Tuve la suerte de estar junto al poeta en la traducción del “Rey Lear”, gestión que

realicé para el Teatro de la Universidad Católica. Mi labor junto a Parra consistía en

acompañar la lectura en inglés que realizaba el poeta y yo escuchar. Paralelamente la

traducción en español. Después comentábamos algunos pasajes traducidos de la obra

de Shakespeare.

Luego tomábamos té y conversábamos.

Unos años después inicié las gestiones para reunirme de nuevo con Don Nicanor, esta

vez para solicitarle que realizara la traducción de “Hamlet”, obra que estaría en la

programación del Teatro de la Universidad de Chile.

Recuerdo que en uno de los encuentros que tuvimos me comentó un texto de

“Hamlet”:

-“Esta frase no tiene traducción al español” –me dijo-. “porque ni siquiera en inglés es

posible descifrar lo que hay detrás de esas palabras” “Sé lo que dicen las palabras y

puedo traducirlas al español literalmente pero no sé lo que quieren decir

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-¿Y qué haremos entonces? le pregunté.

-Y él respondió después de una pausa: “que el actor diga la frase tal cual la escribió

Shakespeare en inglés y que el público…Bueno, que cada uno que entienda o sienta lo

que pueda”.

Aquí una pregunta que me hago como director: ¿Las movilizaciones que intentamos

animar en el espectador son solo visiones de la realidad inmediata y reconocible? O

¿son también la posibilidad de experimentar una verdad que no tiene materia pero si

tiene sentido?

¿Queremos que el espectador piense? ¿Sienta? ¿Discurra? ¿Medite?

Porque hay palabras que solo llegan hasta los límites del pensamiento.

Creo que una de las estrategias de la escritura de Galemiri es superar este límite y

provocar, desafiar, retar, proponer al espectador un ver y un escuchar que están más

allá de su propia razón.

(A veces pienso que la escritura de Galemiri es una provocación y desafío a si mismo

buscando un posible ver y escuchar que están más allá de su propia razón).

Todo lo dicho anteriormente que está en relación a mi experiencia con los textos de

Galemiri lo asocio orgánicamente a una experiencia muy importante para mí como

director con dramaturgos alemanes como Fritz Kater, Marius Von Mayenburg,

Roland Schimmelpfening y Marc Becker.

Digo “orgánicamente” en el sentido que el encuentro con estos dramaturgos alemanes

no solo ocurría en el mundo de las ideas o la constatación de ciertos “estados de cosas

en el mundo”. También estaban implícitos el cuerpo físico y el cuerpo emocional de la

escritura.

Cuando un director se encuentra frente a obras que puede reconocer y entender a las

primeras lecturas de manera casi instantánea, se debe plantear la sospecha de

inmediato: ¿se podrá conseguir alguna profundidad de aquellos textos? Ahora si la

segunda mirada indica todavía mayor claridad, la sospecha aumenta hasta la duda

misma.

Hay que decir que para poner en escena un buen texto desde mi punto de vista de

director, este siempre requiere de diversos tipos de exploraciones: perceptuales,

musicales, dinámicas, plásticas, literarias.

Es decir actividades que generen materiales de reflexión psicofísicas con el fin de

descifrar aquello que se encuentra más allá de las solas palabras.

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Es lo que creo que sugieren y proponen los textos de Galemiri, en donde se mezclan

esa educada falta de respeto, con la silenciosa irreverencia a las normas existentes de

construcción dramática, el humor cruel entrelazado con la ironía a lo Moliere, pero

que intenta ocultar una tristeza soterrada ante el paisaje de la mentira política, el

fracaso social, la penosa derrota de los afectos en la relación de pareja, todo esto –y

muchísimo más- mezclado con didascalias imposibles que sugieren que se

materialice el mar o la cumbre de una montaña nevada, un barco que se hunde y

páginas y páginas de texto que por no ser diálogos, me imagino que algunos

directores, en general, no saben qué hacer con ellos.

Todo este material de Galemiri como propuesta escénica me sugiere una especie de

artefacto para armar. Una especie de juego. Un laberinto que hay que recorrer para

descubrir alguna salida. Un puzle. Una adivinanza. Un Koan del budismo Zen.

Todo esto que más o menos hemos esbozado creo que son parte de las condiciones de

una buena escritura. Lo contrario es una escritura unívoca, que tiene un solo perfil, un

solo rostro: no hay misterios que resolver ni koanes que descifrar: esas obras tienen la

desgracia que se entiende todo.

Cuando llegué a este punto con algunas de las obras que mencioné de Galemiri, ya sea

en el papel o sobre el escenario, recién entonces pensé que podría tener las

herramientas necesarias del buen artesano para comenzar a ordenar, diseñar la

estructura final de un proceso: el Montaje.

Todo lo anterior al montaje mismo –es decir todos los materiales escénicos en

desorden sobre el escenario: el caos- es exploración, búsqueda, percepción pura,

intentando algunos mapas de orientación.

Porque si algo tiene la escritura de Galemiri es la capacidad de desorientarnos.

Las Obras de Galemiri –cada una de ellas- se identifican a sí mismas de manera

particular y a mí me dan la idea que el autor se reinventa cada vez que escribe una

nueva obra.

Es la manera de Galemiri de estar renaciéndose a sí mismo y de hacer renacer, al

mismo tiempo el oficio de la escritura y de vivir permanentemente en situación de

status nascendi. Es la percepción que tengo de Galemiri como dramaturgo.

Esta situación de status nascendi es aplicable –según Eugenio Barba- a los

reformadores del teatro que iluminaron los cambios que transformaron el teatro del

siglo XX y XXI.

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Hay que decir que esta condición de permanente búsqueda es propia de los grandes

creadores, de los insatisfechos, de los que viven en el delirio, de aquellos que logran

marcar la diferencia.

Como decía Jorge Diaz: “Galemiri pertenece a la raza de los incontenibles, vive en el

territorio de la desmesura…”

Es por esto que la anécdota que relaté del poeta se convierte en una clave para mí

como director:

La vida es un misterio y todo lo que produce o sale desde el hombre por consiguiente

también lo es. Aunque intentemos explicarlo todo para sentirnos inteligentes y

seguros bien sabemos que no es así. Ni las ciencias ni la filosofía ni las religiones lo

han logrado.

Han estado más cerca la poesía, la música, el arte en general.

Y el teatro por supuesto.

Raúl Osorio Pérez. ABRIL 2017

Santiago de Chile.

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